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Novena

“Una cruz rugosa y dura te presentan Dios amado; a morir clavado en ella te condena el cruel Pilato; tú la abrazas suspirante, Salve Cruz para salvarnos!”

Novena

“Una cruz rugosa y dura te presentan Dios amado; a morir clavado en ella te condena el cruel Pilato; tú la abrazas suspirante, Salve Cruz para salvarnos!”

NOVENA A EL SEÑOR DE LOS MILAGROS

JUAN PABLO II PARA PERPETUA MEMORIA

 

Aquesta sagrada iglesia, destinada al honor y culto de San Pedro, en el territorio de la Diócesis de Santa Rosa de Osos, en Colombia, guarda desde antiguo y presenta a la constante veneración de los fieles, en su propio santuario, la histórica imagen, comúnmente llamada en la legua del país.

“EL SEÑOR DE LOS MILAGROS”

En atención a que este mismo templo con su célebre santuario se ha destacado, no sólo por contener preciosos ejemplares de su arte sagrado, sino también por cuanto la milagrosa efigie de Jesucristo Nuestro Señor es allí objeto de ininterrumpidas visitas, por parte de multitudes de creyentes, tuvo a bien nuestro Venerable Hermano Joaquín García Ordóñez, Obispo de la misma Diócesis de Santa Rosa de Osos, pedir a esta Sede Apostólica que, dadas la dignidad y celebridad del mencionado santuario, fuera éste legalmente elevado a la3Edición Sebastián Gómez Tamayo 2017categoría litúrgica de Basílica Menor. En consecuencia, Nos, con la firme confianza de que la imposición de tan hermoso título fomente la piedad de los fieles y refuerce el vigor de la vida católica de toda la Diócesis, con el mayor gusto acogemos el ruego formulado en este sentido y, de acuerdo con el parecer de la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino, en virtud de estas letras, determinamos que el santuario, a que hemos aludido, del Señor de los Milagros, en el Sagrado templo de San Pedro, de la Diócesis de Santa Rosa de Osos, sea promovido al grado y condición de BASÍLICA MENOR y, al propio tiempo, se le otorgue a dicho santuario todos los derechos y privilegios legítimamente inherentes a los lugares de culto honrados con este nombre. Prescribimos, además, que se cumplan con sumo cuidado las normas que, a tenor del decreto del título de Basílica Menor, publicado el 6 de junio de 1968, convenga al efecto observar. Sin que pueda oponerse cosa alguna en contrario.Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 17 del mes de marzo del año 1981, tercero de nuestro pontificado. L.S. Cardenal Agustín Casaroli, Secretario de Estado.

 

ACTO DE CONTRICIÓN

Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos, líbranos Señor, Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. AMÉN.

Jesús, mi Señor y Redentor, yo me arrepiento de los pecados que he cometido hasta hoy. Me pesa de todo corazón, porque con ellos he ofendido a un Dios tan bueno. Propongo firmemente no volver a pecar, y confío, que por tu infinita misericordia, me has de conceder el perdón de mis culpas y me has de llevar a la vida eterna.

AMÉN

 

ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS

Os adoramos, os alabamos, os bendecimos y os glorificamos ¡Oh Señor de los Milagros!, Padre, Hermano y Amigo nuestro bondadoso, en unión con vuestra Santísima Madre y Señora nuestra, la Virgen de los Dolores, por los siglos de los siglos. AMÉN

¡Oh amadísimo Señor de los Milagros!, que por suma e indecible bondad y para darnos una prueba de vuestro infinito amor hacia los hombres habéis querido morir pendiente de esa cruz, después de haber padecido los más crueles tormentos y haber derramado toda vuestra preciosa sangre en rescate por nuestras culpas y pecados; henos aquí postrados ante vuestras plantas adorables para acompañaros en vuestros cruelísimos martirios, daros una muestra de nuestra tierna compasión por vuestros dolores indecibles y profesaros nuestro sincero amor y nuestra profunda gratitud por tan costosa redención.

Venimos, Señor, a meditar en vuestra pasión dolorosísima durante este santo novenario y a presentaros humildemente nuestras plegarias con la más segura confianza de que seremos escuchados. Sí, Señor y Dios nuestro, amadísimo Cristo Crucificado: por esa corona de espinas que taladran vuestras sienes y atormentan vuestra santísima cabeza; por esos clavos que traspasan vuestros pies y vuestras manos adorables; por esos tantísimos azotes que hicieron de vuestro cuerpo sacrosanto una sola llaga; por esa hiel y vinagre que amargaron vuestra lengua; por esos insultos y blasfemias que hirieron cruelmente vuestros purísimos oídos y lastimaron vuestra delicadísima alma; por esa lanza que rompió vuestro costado y abrió vuestro divino corazón; por esas tres horas de espantosa agonía; por vuestras últimas palabras y vuestro último suspiro, perdonad nuestros pecados y escuchad las plegarias que venimos a presentaros a vuestros pies ensangrentados.

Os lo pedimos por los méritos de vuestra Madre Dolorosa, cuya intercesión no podéis desatender por es Madre nuestra y auxiliadora de los hombres.¡Oh Madre de los Dolores!, abogada nuestra dilectísima, presentad a vuestro Hijo Crucificado nuestro dolor y contrición, nuestra compasión y nuestras lágrimas y las súplicas que le hacemos en esta novena, para gloria suya y bien nuestro.

AMÉN

GOZOS

Vers,: A tus pies están tus hijos, ¡CRISTO CRUCIFICADO!

Res.: Oye atento nuestras preces, ¡OH SEÑOR DE LOS MILAGROS!

I
Una cruz rugosa y dura te presenta Dios amado; a morir clavado en ella te condena el cruel Pilato; Tú la abrazas suspirante, ¡Salve Cruz para salvarnos!

II

A la Víctima divina los verdugos enclavaron sobre el ara sacrosanta con atroces duros clavos. El Cordero sin mancilla Se alza ya crucificado.

III

Se estremece entre torturas todo el cuerpo ensangrentado; de las llagas que se ensanchan sangre en hilos va brotando;
y a las burlas de la plebe él responde
¡perdonadlos!

IV

Tal perdón a tanta afrenta al ladrón dejó abismado y contrito llora y clama “Dadme el cielo,
Cristo Santo” El Cordero le responde: “Hoy felices, al cielo entramos”.

V

Entre nubes de tristeza Madre Santa está llorando,
“Oh mujer, es Juan, tu hijo, te lo doy en
duelo tanto” “Y a ti Juan, te doy mi Madre,
son sus hijos los humanos”.

VI

Se oscurece el firmamento, en tinieblas el Calvario; sus pupilas moribundas alza al cielo
suspirando “¡Padre mío, Padre mío!,
¿Por qué me has abandonado?”.

VII

Secas tiene las entrañas en sus venas desangrando, todo el mundo de las almas con los ojos
abarcando, “Tengo sed”, muriendo exclama, “Tengo sed de mis amados”.

VIII

Más se espesan las tinieblas que rodean el Calvario; ruge el trueno, el viento brama, vanse
huyendo los soldados. Voz potente, clama entonces:
“Todo está ya consumado”.

IX

Se estremece el universo, todo el orbe horrorizado. Se cuartean las montañas, está Jesús
agonizando. Oh mortales, por vosotros, Muere el Hombre-Dios crucificado.

X

¿Ves cristiano el santo cuerpo a la luz de los relámpagos? ¿Ves el hierro que se hunde en su
pecho sacrosanto? ¿Ves la sangre que en cascada de la herida está brotando?

XI

Por tu Cruz, Jesús querido, por tu cuerpo tan llagado.
Por la herida de tu pecho, de tus pies y de tus manos.
Por tu sangre y por tu muerte tus perdones imploramos.

XII

De tu Cruz y tu martirio danos parte, Cristo amado; no nos niegues tu clemencia, y nos lleves de
tu mano, hasta el Cielo venturoso, y con tu gloria embriáganos.

ORACIÓN FINAL PARA TODOS LOS DÍAS

Vers. Por tu preciosa sangre derramada en la Pasión.

Res. ¡Oh Señor de los Milagros!, oye atento mi oración.

Vers. Por tu preciosa sangre derramada en Getsemaní.

Res. ¡Oh Señor de los Milagros!, oye atento mi oración.

Vers. Por tu preciosa sangre derramada en la flagelación.

Res. ¡Oh Señor de los Milagros!, oye atento mi oración.

Vers. Por tu preciosa sangre derramada en la coronación.

Res. ¡Oh Señor de los Milagros!, oye atento mi oración.

Vers. Por tu preciosa sangre derramada en la crucifixión.

Res. ¡Oh Señor de los Milagros!, oye atento mi oración.

Vers. Por tu preciosa sangre de tu abierto corazón.

Res. ¡Oh Señor de los Milagros!, oye atento mi oración.

Vers. Por tu preciosa sangre, por tu cruz y tu pasión.

Res. ¡Oh Señor de los Milagros!, oye atento mi oración.

¡¡¡ORACIÓN AL SEÑOR DE LOS MILAGROS!!!

Oh misericordia infinita que me habéis tolerado hasta aquí, no me abandonéis! Por mi salud eterna estáis en esa cruz. Todas vuestras sacratísimas llagas están brotando misericordia. Boca adorable de mi Salvador no me condenéis. Divinas manos de quien tengo todo lo que soy, no me castiguéis. Permitid, Señor, que yo adore esos pies tan celosos en buscarme y en solicitarme. Corazón Sagrado de mi Salvador, Corazón siempre abierto a nuestra sincera conversión. Corazón siempre dispuesto a recibir al pecador, recibid mis humildes suspiros; escondedme en ese asilo inviolable en el día de vuestra cólera y haced que vuestra sangre misericordiosa caiga sobre mí para que lave todos mis pecados.

AMÉN

Madre llena de dolor: Haced que cuando expiremos, nuestras vidas entreguemos en las manos del Señor.

AMÉN

La bendición de Dios Omnipotente Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre nosotros y permanezca para siempre.

AMÉN

Consideraciones

Ya ha sufrido el Maestro adorable el tormento del sudor de sangre en el huerto de los Olivos. La noche ha sido de agonías infinitas y de padecimientos atroces después del beso traidor de Judas. De tribunal en tribunal le han llevado para que un juez inicuo le condene a muerte de cruz. Pilato le hace azotar tan cruelmente, que su cuerpo es una sola llaga; tantísimos azotes han caído sobre sus espaldas y la sangre corre profusamente.

El atroz martirio se ha extendido en todo su cuerpo hasta no quedar en él parte sana, según la expresión del profeta Isaías: “Lo mismo que muchos se horrorizaban al verlo, porque estaba tan desfigurado que no parecía hombre ni tenía aspecto humano” (Is. 52, 14). Es que han puesto sobre su cabeza una corona de punzantes espinas que taladran sus sienes y le causan dolor tan vivo que llora lágrimas de sangre.

Así, llagado, coronado de espinas y atado, el Divino Nazareno es llevado a la plaza de Jerusalén, donde, sentado en su trono, le aguarda Pilato, para sentenciarlo a muerte de cruz. El Divino Cordero escucha la sentencia fatal y la acepta con amor de entrega generosa. Le presentan, entonces, la cruz para que la eche sobre sus hombros y cargue con el peso del pecado de la humanidad. Vedle cómo se abraza amorosamente con ella, la besa con indecible ternura y sus lágrimas son de humilde aceptación. Se empieza a culminar el hecho grandioso de la Redención: “Sin embargo, él llevaba nuestros sufrimientos, soportaba nuestros dolores. Nosotros lo creíamos castigado, herido por Dios y humillado, pera eran nuestras rebeldías las que lo traspasaban y nuestras culpas las que lo trituraban. Sufrió el castigo para nuestro bien y con sus heridas nos sanó” (Cf. Is. 53,4-5). Carga la cruz sobre sus hombros y empieza la subida hacia el Calvario donde va a morir crucificado por nuestro amor. Aquí se hace la petición, con gran fe, firme convicción y seguridad en Dios. Siguen unos momentos de silencio de profunda confianza y serenidad.

ORACIÓN

¡Oh amorosísimo Señor de los Milagros!, que por puro amor al hombre y para librarle del pecado y de la muerte eterna merecida por él, habéis querido ser sentenciado a muerte de cruz: dignaos escuchar mis ruegos. Mi vida, Señor, está llena de pecados y de imperfecciones y me atormentan mis miserias y enfermedades. Vos sólo, mi Dios, Vos sólo, podéis lavar mis iniquidades, dejando caer sobre mi ser adolorido siquiera una gota de vuestra preciosa sangre. Vos sólo, mi Dios, Vos sólo, podéis atender a mis muchas y grandes necesidades y aliviarme de tantas penas y dolores como padezco en este valle del llanto y del dolor. Vos sólo, Señor, Vos sólo, que nos habéis amado hasta entregaros a la muerte por nosotros y en quien nos han sido dadas todas las cosas por el Padre Celestial. Vos sólo, Señor, Vos sólo, podéis remediar la necesidad que vengo a depositar a vuestros pies divinos.

¡Ea, amadísimo Señor de los Milagros!, dirigidme una mirada de compasión y escuchad benigno mi oración.

AMÉN.

Ver antes: (Bendición inicial, acto de contrición y oración para todos los días)

Consideraciones

Después de tres dolorosas caídas con la cruz, en la calle de la amargura; después del más amargo encuentro con su Madre Santísima, con la piadosa mujer Verónica y con las santas mujeres, ayudado por el Cireneo, llega Jesús al Calvario. De rodillas y con las manos juntas sobre el pecho, levanta los ojos al Cielo y ofrece de nuevo a su Padre el sacrificio de su vida para salvar al mundo. Entre tanto, los verdugos le preparan el ara de la cruz.

Presenciemos esta dolorosa escena: cómo ha de morir desnudo, arrancándole sus vestiduras que ya estaban pegadas a las llagas, con tan horrorosa crueldad, que con ese tirón hieren aún más la Humanidad sufriente de Jesús. Le ordenan que se tienda sobre el lecho doloroso y él obedece. La cruz es rugosa y dura. Su almohada son las punzantes espinas de la corona; sobre los bordes ásperos de la cruz están sus espaldas que son una sola, profunda y dolorosa llaga; se alza el martillo para clavar la mano derecha. Cae sobre ella grueso clavo cuya punta penetra las carnes, rasga los nervios y separa los huesos, haciendo estremecer de dolor y gemir tristemente al divino mártir. Su cuerpo todo se retuerce de dolor en tan atroz martirio. Pero le aguarda otro tormento mayor: para que la mano izquierda y los pies lleguen a los agujeros que de antemano había abierto el barreno, los verdugos los atan con sogas y cuerdas, y haciendo puntapié en la cruz y en el costado del mismo Señor, tiran con tanta crueldad, que los huecos todos de los brazos y el pecho se dislocan unos de otros con un sordo crujido y con dolores infinitos de parte del Señor. La piel del brazo y de los pies santísimos se ha desollado quedando al desnudo los huesos y la carne viva, y se ha desgarrado la llaga del primer clavo con rasgadura dolorosísima. Los verdugos vuelven hacia abajo la cruz, quedando su Divina Majestad boca abajo.

Bien pudo decir: “…Yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la humanidad, desprecio de la gente” (Salmo 22,7), como lo anunciara el salmista. Con sogas y escaleras levantan la cruz con la divina Víctima y la dejan caer de golpe en el hueco que habían abierto de antemano. ¡Qué horrible estremecimiento!, cómo se ensanchan todas las llagas de los clavos y se recrudecen todas las del santo cuerpo que se brotan en sangre tiñendo de rojo toda su humanidad.

Aquí se hace la petición con gran fe, firme convicción y seguridad en Dios. Siguen unos momentos de silencio, de profunda confianza y serenidad.

ORACIÓN

¡Oh amadísimo Cristo Crucificado! Me estremezco de dolor al pensar que soy yo la causa de vuestros indecibles tormentos. ¡Ah Señor!, perdonadme mis pecados, causa de tan horrendos martirios. Permitidme, Señor, que yo también me abrace con mi cruz y que siga con Vos por la calle de la amargura y os acompañe en vuestras dolorosas caídas y en la amargura infinita que padecisteis. Permitidme que os consuele como la santa mujer Verónica y las piadosas mujeres de Jerusalén y que, como Vos, ofrezca el sacrificio de mi vida al Padre celestial al llegar a la cima de la Santa Montaña. ¡Oh Víctima adorable!, dejadme sentir el dolor de las punzadoras espinas de vuestra corona, y el tormento del lecho rugoso de vuestra cruz. Dejadme sentir el dolor de vuestros huesos que crujen dislocados y de vuestros nervios en horrible tensión. Dejadme sentir la humillación, sin semejanza, de dar con vuestro rostro en el suelo, al remachar los clavos, y ser pisoteado por los verdugos como un vil gusano, oprobio de los hombres y desecho de la plebe. Quiero, Señor, padecer con Vos en la cruz de mi deber hasta morir. Dadme las gracias que para ello necesito y concededme el favor que vengo a pedir rendido a vuestras plantas benditas.

AMÉN.

Siguen los gozos, la oración final para todos los días, oración al Señor de los Milagros y se concluye con la Santa bendición.

Ver antes: (Bendición inicial, acto de contrición y oración para todos los días)

Consideraciones

La tierra, en su veloz carrera, le permite al sol estar alumbrando en su cenit. En este momento, de aquel Viernes Santo, el Señor Jesús es suspendido entre el cielo y la tierra en la cruz y desde esta altura, en la colina del Calvario de la Ciudad Santa, contempla el universo entero. Empiezan las tres horas de agonía interminables, de angustias mortales, de atroces dolores y de inmensa resignación. Si recuesta su cabeza sobre el madero, híncanse más las espinas; si la deja caer sobre los hombros, duplicase el tormento porque los lastima y lastima su cabeza; si la inclina hacia delante, aumentase el peso de su cuerpo y ensancha más las llagas de sus manos y sus pies, que ya se han agrandado bastante con el peso del cuerpo. ¡Bien quisiera hallar un alivio a su dolor! Pero sólo ve en derredor suyo, hombres sanguinarios y verdugos desalmados que se gozan en tan horrendo martirio: “¡Eh, tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días! ¡Sálvate a ti mismo, bajando de la cruz!” (Cf. Mc. 15, 29b-30).

Únanse a este coro las burlas y sarcasmos de los príncipes de los sacerdotes que decían: “¡A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse! ¡El Mesías! ¡El rey de Israel! ¡Que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos!” (Cf. Mc. 15, 32b).

Todos los que le veían y pasaban por el camino se burlaban de él como lo había anunciado el profeta Isaías muchos siglos antes: “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, mis mejillas a los que tiraban mi barba; no oculté la cara ante los insultos y salivazos” (Cf. Is. 50, 6). Así mismo lo había anunciado el salmista: “…todos los que me ven se ríen de mí, hacen muecas, menean la cabeza…” (Salmo 22, 8). ¿Qué hará el mansísimo Cordero? ¿Empleará el poder divino para bajar de la cruz y librarse del tormento y de los escarnios? ¡Oh no, allí permanecerá el Señor hasta morir! Entre tanto, eleva su mira hasta el Cielo y exclama: “¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!” (Lc. 23, 34ª).

Aquí se hace la petición con gran fe, firme convicción y seguridad en Dios. Siguen unos momentos de silencio, de profunda confianza y serenidad.

ORACIÓN

¡Oh amadísimo Cordero! ¡Perdonadme también a mí por piedad! Yo bien sé lo que hago al ofenderos con mis culpas, pues con ellas renuevo los tormentos de vuestra pasión y os crucifico de nuevo. Perdonadme mis pecados y permitid que os presente algún consuelo en vuestras dolorosas agonías y repare de algún modo las burlas sangrientas de vuestros enemigos. Dejad que yo reciba entre mis manos vuestra cabeza dolorida para que no se hinquen más en ella las espinas; para ello os presento las buenas obras que ayudado de vuestra gracia os prometo realizar. Dejad que se pose sobre mis hombros el dulce peso de vuestro cuerpo para que no se ensanchen más las heridas de vuestros pies y de vuestras manos y me embriague con la sangre preciosa que de ellas brotan. Dejad, en fin, que os dé todo mi amor y todos mis afectos y os rinda mis bendiciones y alabanzas para reparar así las burlas y blasfemias de los letrados y sacerdotes de la plebe sanguinaria que se complace en vuestros horribles sufrimientos. También a mí, como a ellos, dadme vuestro perdón misericordioso y concededme la gracia que os pido en esta novena.

AMÉN.

Siguen los gozos, la oración final para todos los días, oración al Señor de los Milagros y se concluye con la Santa bendición.

Ver antes: (Bendición inicial, acto de contrición y oración para todos los días)

Consideraciones

La agonía del Nazareno se hace insufrible. Los doctores de la ley y los príncipes de los sacerdotes se han igualado a la plebe para proferir blasfemias y baldones contra el divino Crucificado. Jesús mira con tristeza y con infinita paciencia a esa turba deicida, ebria de odio, que ríe a carcajadas ante el infinito dolor de la víctima. La dulce resignación del Maestro divino exacerba al mal ladrón, quien se revuelve enfurecido contra el Señor y le grita: “¿No eres tú el Mesías? Pues sálvate a ti mismo y a nosotros” (Lc. 23, 39b).

El buen ladrón, cuya mirada se ha encontrado con los ojos profundamente doloridos de María y cuyo corazón se había sentido conmovido por LA GRACIA al ver la paciencia inalterable de Jesús, no obstante las horrendas burlas de la multitud y del mal ladrón, volviese a éste y le respondió diciendo: “¿Ni siquiera temes a Dios tú, que estás en el mismo suplicio? Lo nuestro es justo, pues estamos recibiendo lo que merecen nuestros actos, pero éste no ha hecho nada malo” (Lc. 23, 40). Un estremecimiento de dolor de sus pecados conmovió su pecho, sintió una oleada de amor y de compasión hacia su divino Compañero, en quien reconoció, en este instante, al Divino Mesías; volviese a él y con la más humilde confianza le dijo: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas como rey” (Lc. 23, 42).

Este ladrón afortunado, dice San León Magno, este criminal que muere en un patíbulo infamante, es el primer profeta, el primer evangelista, el primer mártir, el primer confesor de Jesucristo; y fue tan grande su fe, tan firme su esperanza que mereció escuchar esta admirable promesa: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc. 23, 43).

Aquí se hace la petición con gran fe, firme convicción y seguridad en Dios. Siguen unos momentos de silencio, de profunda confianza y serenidad.

ORACIÓN

¡Oh Salvador del mundo!, en vuestras manos están puestas las llaves de David para abrir con ellas la eterna mansión. Abridme, por piedad, a mí también, como al feliz ladrón, las puertas del cielo que cerraron mis pecados, y cerradme las del infierno que, por ellos, he merecido. Yo también, siento en mi alma, como el compasivo buen ladrón, las injurias y blasfemias que, contra Vos, dirige el mundo corrompido, sobre todo en esta época de incredulidad y apostasía, siguiendo el ejemplo del ladrón empedernido. Los blasfemos de hoy se ríen a carcajadas frente a vuestra imagen ensangrentada, se burlan de vuestra doctrina y pisotean vuestras verdades y vuestros preceptos. Morís en esa cruz por ofrecer la salvación a todos los hombres, así no todos los hombres acepten el regalo de tu redención y rechacen, hasta la muerte, las bendiciones del Cielo. Aún hoy los blasfemos, que siguen despreciando vuestra sangre y vuestra muerte, hacen irrisión de vuestra infinita paciencia y os maldicen. El mal ladrón prosigue blasfemando a pesar del llamamiento amoroso de la gracia del divino Sacerdote que muere a su lado; a pesar de las admoniciones caritativas de su compañero de suplicio, muere renegando. No permitáis, Señor de los Milagros, no permitáis tamaña desgracia para éste, vuestro siervo, que implora vuestra piedad. Sienta mi interior, la dulce mirada de María Dolorosa, el profundo pesar de haberos ofendido y logre escuchar a la hora de la muerte las dulcísimas palabras que dijisteis al buen ladrón: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc. 23,43). Concededme, además, Oh Señor de los Milagros, la gracia que vengo a implorar a vuestros pies benditos.

AMÉN.

Siguen los gozos, la oración final para todos los días, oración al Señor de los Milagros y se concluye con la Santa bendición.

Ver antes: (Bendición inicial, acto de contrición y oración para todos los días)

Consideraciones

La reina de los mártires está junto a la cruz, bañada en lágrimas, pero de pie, como una roca inconmovible entre las tempestades del mar de sus dolores. En su alma destrozada experimenta todos los tormentos que su Hijo está padeciendo, tormentos que unida a él, Sumo Sacerdote y Víctima divina, ofrece al Padre celestial para rescate del mundo pecador. El momento es solemne. Al tiempo mismo que el cielo empieza a encapotarse, se nublan los ojos divinos del mártir y palidece su rostro. La Madre le dirige una mirada de infinito dolor. Retórnasela el Hijo amado dejando caer sobre el manto de la Dolorosa, con un hondo suspiro, dos lágrimas de sangre. ¡Qué miradas aquellas! ¡Dios Santo, las miradas del Hijo moribundo y de la Madre adolorida! “¡Hijo mío!”, exclama la Virgen en un arranque de suprema angustia y esconde entre sus manos el rostro virginal, sollozando.

“Mujer, responde Jesús, señalando a Juan, ¡ahí tienes a tu hijo! Después dijo al discípulo: ¡Ahí tienes a tu madre!” (Jn. 19, 26b-27). “¡Oh Mujer, la más afligida de todas las mujeres!, ¡Oh tú, la de más tierno y amante corazón! ¡La más compasiva de todas las madres!, torna madre mía, hacia el discípulo amado, y en su persona hacia todos los hombres, esa ternura infinita, ese amor sin límites, ese cariño inmenso de tu corazón de Madre”. ¡Así habla Jesús! ¡Qué rico testamento! ¡Nos da por Madre a su propia Madre! ¡Contempla, cristiano, estas dos víctimas: Jesús y María; estas dos hostias de un mismo sacrificio, ofrecidas sobre el mismo altar!

Su amor de madre le hace sentir, en sus sienes, las espinas punzadoras; en sus manos y en sus pies, las horrendas rasgaduras de los clavos; en su cuerpo, las heridas de la flagelación; en su boca, los horrores de la sed que abrasa las entrañas de su Hijo y en su corazón, las atroces injurias de los que lo insultan, blasfeman y se burlan de él. Adoremos, con amor y gratitud, al divino Redentor y en su prueba de amor a nuestra benditísima Madre, María, y hagámosle la ofrenda de todo nuestro ser.

Aquí se hace la petición con gran fe, firme convicción y seguridad en Dios. Siguen unos momentos de silencio, de profunda confianza y serenidad.

ORACIÓN

¡Oh Reina de los dolores y Madre mía dulcísima! ¿Quién pudiera en esta hora de infinito dolor para Vos, compartir vuestra pena y amaros hasta morir? Vuestro consuelo era el Hijo del amor que aunque pendiente del madero, era vuestro tesoro, era vuestra alegría, era vuestro corazón. Y vos erais para él, en el abandono doloroso de los suyos, el bálsamo consolador que suaviza la herida de su alma divina en la agonía suprema de la desolación. Vos, Madre mía, fuerte como la columna de granito ante los vendavales del desierto, estáis al pie, junto a la cruz, llorosa y afligida, ofreciendo al Padre el infinito dolor de ver crucificado al más santo de los hijos de los hombres; pero no aguantabais, madre querida, que vuestro único tesoro en el mundo, en un exceso de amor a los mortales, se resignara a desprenderse de su Madre por dárnosla a nosotros. ¡Ea, Madre mía, querida!, yo no puedo escuchar estas palabras de vuestro Hijo y contemplar vuestra amargura infinita sin sentir en mi pecho el incendio del amor más puro hacia Vos. Dejadme, pues, madre querida, dejadme que me acerque a Vos, me postre a vuestras plantas virginales, me abrace a vuestros pies benditos y deposite en ellos, en beso de amor, todos mis afectos filiales hacia Vos y toda mi gratitud porque me aceptasteis por hijo al pie de la cruz. ¡Vos sois mi Madre! Jesús os dio a mí en herencia al morir. Muestra que lo sois en efecto, y reciba de Vos mis preces el que nació de Vos y murió por mí. ¡Oh Señor de los Milagros!, por la espada de dolor que atravesó al pie de la cruz el corazón bendito de vuestra Madre dolorosa, dignaos escuchar mis súplicas y concededme la gracia que por su intercesión os pido.

AMÉN.

Siguen los gozos, la oración final para todos los días, oración al Señor de los Milagros y se concluye con la Santa bendición.

Ver antes: (Bendición inicial, acto de contrición y oración para todos los días)

Consideraciones

Jesús se ha desprendido ya de lo que más se puede amar sobre la tierra, la Madre. ¡Y qué Madre fue María para Jesús! ¡Con qué ternura lo envolvió en los pañales del pesebre, lo estrechó sobre su pecho amante y lo bañó con sus lágrimas! ¡Cómo lo cuidó durante su infancia y convivió con él en su juventud! ¡Qué celo por ayudar a su Hijo divino en los tres años de su predicación! ¡Con qué amor singular lo acompañó hasta la cima del Calvario, sin temor, a diferencia de los apóstoles, a la furia de los verdugos de su Hijo! Pues de esa madre incomparable, de lo único que tiene sobre la tierra, se desprende, Jesús moribundo, para dárnosla en herencia y así poder decir nosotros con todo el corazón: ¡María, madre mía! pero ¡qué horrible soledad para Jesús! Su corazón divino ha quedado en la más completa desolación, abandonado del cielo y de la tierra. Uno de sus discípulos lo traicionó, otro lo negó y los demás lo abandonaron. Las multitudes que colmó de beneficios se volvieron rabiosas contra él y pidieron su muerte entre insultos y blasfemias. Los ángeles que cantaron Gloria en el pesebre y aun el ángel consolador de Getsemaní han volado al cielo para no presenciar el horrendo deicidio. ¡Y al fin se despidió hasta de su propia Madre!

La tierra lo ha desechado y no tiene dónde posar su planta bendita, por eso pende de tres clavos. El Cielo está duro y sus dolores como la roca del Calvario, y no lo recibe todavía porque no ha consumado aún el sacrificio. ¡Qué horrible soledad! ¡Qué amargo cáliz! Jesús eleva al cielo sus miradas moribundas pidiendo al Padre algún consuelo, una gota siquiera para su desolado corazón, y el Padre no le responde. La Humanidad santísima acude a la divinidad del Verbo y la divinidad se esconde. ¡Desolación horrenda! En medio de aquella incomparable pena eleva al cielo esta lánguida mirada y lanza un grito suplicante: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” (Mc. 15,34; Salmo 22, 2ª). ¡Oh Dios mío! Ayudadme, al contemplar este misterio, a compadecerme de esta espantosa desolación de tu Hijo, nuestro Redentor y regaladme el dulce consuelo de tu compasión para comprender al hombre cuando sufre y muere.

Aquí se hace la petición con gran fe, firme convicción y seguridad en Dios. Siguen unos momentos de silencio, de profunda confianza y serenidad.

ORACIÓN

¡Oh abandonado Jesús! ¡Cómo quisiera en esta hora de desolación para vuestro afligido corazón, poder haceros grata compañía! Pero, ¿qué podré, Dios mío, si mis pecados son precisamente la causa de vuestro universal abandono? Os abandonaron los apóstoles; las multitudes que os seguían, asombradas de vuestra sabiduría y de vuestros milagros, se han tornado en acusadores y enemigos; los ángeles que os hacían compañía en el pesebre, cantando vuestra gloria y los que en el desierto y en Getsemaní os consolaban, os han abandonado también, y habéis renunciado a los consuelos de vuestra Santísima Madre, la única mujer fuerte en la tempestad, por amor a los hombres. Hasta la luz del cielo encapotado huye de vuestra presencia, por no iluminar, tal vez, aquel cuadro sangriento de un Dios crucificado y moribundo. También la luz de vuestros ojos, que se apaga por momentos, y la luz de vuestra vida que se extingue, empieza a abandonaros.

¡Y de ello no os quejáis! Pero no podéis sufrir en silencio, oh Cordero solitario, el aparente abandono de vuestro Padre, quien parece alejarse también de vuestro lado, porque en aquel instante no ve únicamente en Vos a su Hijo amado en quien tiene puestas todas sus complacencias (Cf. Mc. 1, 11), sino que en tu Humanidad doliente está asumiendo el pecado de todos los hombres, cumpliéndose así lo anunciado por el Profeta: “Andábamos todos errantes como ovejas, cada uno por su camino, y el Señor cargó sobre él todas nuestras culpas” (Is. 53, 6). Igualmente el salmista lo había anunciado: “Después de una vida de amarguras, verá la luz, comprenderá su destino. Mi siervo, el justo, traerá a muchos la salvación cargando con las culpas de ellos” (Salmo 22, 11). Ese aparente abandono de vuestro Padre os arranca ese grito de suprema desolación: ¡”Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”! (Mc. 15,34; Salmo 22, 2a), grito que prolonga el dolor y el abandono de todo hombre olvidado, despreciado y sufriente; grito que expresa con exactitud todo lo dicho por el salmista (Cf. Todo el Salmo 22).Por este abandono mortal y por vuestra angustiosa soledad, os pido, Jesús mío, que no me abandonéis ni en el tiempo ni en la eternidad, y me concedáis la gracia que confiadamente solicito de vuestra bondad.

AMÉN.

Siguen los gozos, la oración final para todos los días, oración al Señor de los Milagros y se concluye con la Santa bendición.

Ver antes: (Bendición inicial, acto de contrición y oración para todos los días)

Consideraciones

La desolación de Jesús se agravaba por el silencio funerario que se cernía sobre la cima del Calvario. Sólo se oían los suspiros de la Virgen dolorosa y de las santas mujeres, y los gemidos de la Víctima con el sonido de las gotas de sangre que caían sobre la roca. Tal como lo expresa el salmista, en estos momentos se cumplen en Jesús estas palabras: “Tengo la garganta seca como una teja y la lengua se me pega al paladar, me has hundido en el polvo de la muerte” (Salmo 22, 16).El Maestro divino tiene las venas desangradas, encendidas las entrañas; una sed devoradora le quemaba el pecho. Su lengua bendita, su garganta y sus entrañas no habían escapado a la furia tiránica de sus enemigos. Ninguna parte de su Humanidad se escaparía al dolor, proporcionándole más sufrimiento al Mártir moribundo. En el rictus propio de la muerte que se aproxima, Jesús exclama: “Tengo sed” (Jn. 19,28).

Pero esta sed material del divino agonizante no era más que una imagen de esa otra sed devoradora que quemaba su corazón divino: sed de la salvación de los hombres. Sus ojos divinos se iluminaron de pronto con destellos celestiales. Dejan sus miradas los confines de su patria y se extienden más allá de los mares hasta España, donde termina Europa y prosiguen por el Atlántico hasta las naciones americanas que en los años futuros serán suyas; envuelve en sus pupilas la redondez de toda la tierra y la sucesión de los siglos por venir, y contempla los millones de seres humanos que pueblan la tierra y que él redime en ese instante y siente que por ellas, por salvarlas, se enciende en ardorosa sed su pecho y exclama: “Tengo sed” (Jn. 19,28). Sí, sed de amor; sed de salvar los millones de seres humanos que pueblan el globo; sed de hacerlos felices, de llevarlos al cielo; sed de glorificar a su Padre; sed de salvar a todos los pecadores por quienes padece hasta morir.

Cristiano: calmad esa sed de Jesús moribundo, dándole todo vuestro corazón y todo vuestro amor.

Aquí se hace la petición con gran fe, firme convicción y seguridad en Dios. Siguen unos momentos de silencio, de profunda confianza y serenidad.

ORACIÓN

¡Jesús bueno, Jesús sediento! ¡Quién me diera calmar esa sed que abrasa vuestras entrañas! Pero ni aún lo pudo vuestra Santa Madre, a quien no se le permitió siquiera el consuelo de humedecer con una flor empapada en agua vuestros labios, quemados por la sed. Hubo de ver, sí, la crueldad refinada del verdugo que humedeció una esponja en hiel y vinagre y la acercó a vuestros labios sedientos. Mas si no puedo calmar vuestra sed material, permitidme, Señor, que yo ayude a calmar vuestra ardiente sed de la salvación de los hombres trabajando en la medida de mis fuerzas por su salvación, empezando por la mía propia. Quiero, pues, amado mío, cumplir con la mayor fidelidad vuestros divinos mandamientos y las obligaciones de mi estado; quiero vivir en vuestra santa gracia y preferir la muerte antes que cometer un solo pecado mortal; quiero trabajar en las obras sociales de caridad cristiana y en la gran necesidad de las misiones, para cooperar así a plantar vuestra cruz en los pueblos que aún no os conocen ni os siguen y, en esta forma, colaborar en la difusión del Evangelio en todo el mundo, para que seáis conocido y amado de todos los hombres y se calme así esa sed devoradora que os consume de salvar a todos los hombres. Dadme vuestra gracia para cumplir estos propósitos y concededme el favor que en esta novena os pido.

AMÉN.

Siguen los gozos, la oración final para todos los días, oración al Señor de los Milagros y se concluye con la Santa bendición.

Ver antes: (Bendición inicial, acto de contrición y oración para todos los días)

Consideraciones

A la queja dolorida salida del pecho encendido de Jesús, “Tengo sed” (Jn. 19,28), corresponden los verdugos acercando a sus labios una esponja empapada en hiel y vinagre, brebaje amarguísimo que atormenta su lengua sin calmar su sed. Cristo había venido del cielo a salvar lo que había perecido, y para ello había desempeñado el oficio de Maestro, enseñando su celestial doctrina, y el oficio de Redentor, derramando su sangre y entregando su vida en expiación. En la tarde, llegando la noche, del primer jueves santo, había instituido su Eucaristía, Misterio de fe y de amor; dejaba formados e instruidos sus apóstoles, columnas de su Iglesia y predicadores de su evangelio. Ya se habían cumplido las divinas profecías que se referían a su venida al mundo, a su predicación y a su muerte; así como estaban ya satisfechos los deseos de los patriarcas y la promesa hecha a Adán y Eva en el paraíso terrenal: “Pondré enemistad entre ti (El Demonio, representado en la serpiente) y la mujer; entre tu descendencia y la suya: ella (la descendencia de la mujer, un individuo concreto) te herirá en la cabeza, pero tú (El Demonio) sólo herirás su talón” (Gn. 3,15). Las puertas del infierno se cerraban y se abrían de par en par las del cielo; su Cruz alzada en medio de los siglos recogía los suspiros del pasado y llenaba las aspiraciones del porvenir. En una palabra había cumplido en todas sus partes su divina misión. Entonces exclamó: “Todo está cumplido” (Jn. 19, 30).

Una vez rota, por el pecado de Adán y Eva, la amistad con el Creador, éste propone restablecerla poniendo una enemistad con respecto al Demonio. Todo este propósito divino se está cumpliendo en estos momentos.

El rostro moribundo se contrae en convulsiones mortales y se torna más lívido; el cuerpo sacrosanto se deja caer sobre los clavos, desmadejado; las últimas gotas de sangre ruedan lentamente sobre el madero; el corazón ya no palpita; los ojos se apagan en el último estertor de la agonía y los labios se entreabren para dejar escapar el último suspiro. Pero, es Dios, y va a dar de ello su última prueba: de repente alza su cabeza, mira al cielo, incorporase sobre los clavos, y exclama con voz poderosa: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc. 23, 46). Inclinóse de nuevo sobre su pecho y expiró.

¡Oh cristiano! Muere la vida por librarte de la muerte. ¿Cómo es que no mueres tú de amor y de dolor?

Aquí se hace la petición con gran fe, firme convicción y seguridad en Dios. Siguen unos momentos de silencio, de profunda confianza y serenidad.

ORACIÓN

Gracias infinitas os sean rendidas, Maestro y salvador del mundo, por lo bien que habéis cumplido vuestros oficios y acabado la obra de nuestra redención. Vuestras palabras y vuestros ejemplos, vuestros martirios y vuestra cruz, vuestra sangre y vuestra muerte, son un libro abierto que nos enseña a vivir y morir en el deber. Bien podéis ya, Divino triunfador, exclamar desde la Cátedra de la Cruz: “Todo está cumplido” (Jn. 19,30). Sí, Dios mío, vencidos están el error, el pecado y el infierno; vencido y aplastado está el poderío de Satanás sobre los hombres; redimido el hombre; predicada la verdad; colmados los anhelos divinos.

¡Acabad en mí, oh Cristo Crucificado, acabad en mí vuestra obra! ¡Consumid en mí el pecado! ¡Aumentad en mí la vida de la gracia y dadme la santidad de mi vida y la gracia de agradaros hasta el fin, como Vos, divino modelo de predestinados, hicisteis hasta morir, siempre lo que agradaba a vuestro Padre!

¡Oh, Dulce Cristo Crucificado! Así como Vos encomendasteis vuestro espíritu en las manos del Señor, del mismo modo encomiendo el mío en las vuestras manos llagadas, pero amorosas, abiertas para abrazarme. En estas manos adorables quiero morirme y en la postrimería descansar en los siglos de los siglos. De vuestras dulces manos espero, en fin, ¡Oh Señor de los Milagros! la gracia que vengo a implorar de vuestra clemencia.

AMÉN.

Siguen los gozos, la oración final para todos los días, oración al Señor de los Milagros y se concluye con la Santa bendición.

Ver antes: (Bendición inicial, acto de contrición y oración para todos los días)

Consideraciones

En el momento en que Jesús entregó su espíritu al Señor se estremeció hasta en sus cimientos todo el orbe de la tierra. El sol negó su lumbre y una oscuridad de noche sin luna y sin estrellas envolvió al mundo. Abrierónse las rocas y chocaron unas contra otras. Las cruces del Calvario se balancearon como flechas que se clavan en el blanco. Los sepulcros devolvieron sus muertos, quienes vagaban como fantasmas envueltos en sus blancos sudarios. “La cortina del templo se rasgó en dos de arriba abajo” (Mc. 15,38) y las gentes aterradas guardaban un silencio de muerte ante aquella conmoción pavorosa de la naturaleza. “Y el oficial romano que estaba frente a Jesús, al ver que había expirado de aquella manera, dijo: -Verdaderamente este hombre era HIJO DE DIOS-” (Mc. 15,39). Y todos se daban golpes de pecho implorando al cielo misericordia.

Sólo la bendita Madre de los Dolores, Juan y las santas mujeres permanecen en la Santa Montaña. María está abrazada al leño santo y lloran con ella, sin consuelo, sus fieles compañeras. De pronto, en medio de las sombras que se alejan, aparece la figura de un soldado que se adelanta sigilosamente armado de una lanza. Las piernas de los ladrones acaban de ser destrozadas con mazas de hierro para acelerar su muerte. Pero Jesús está ya muerto y se cumple la profecía de que ninguno de sus huesos será quebrantado (Cf. Jn. 19,36). Llega el soldado, y acercando a Jesús la lanza, húndela sin piedad y atraviesa su adorable Corazón, del cual manan, al punto, las últimas gotas de sangre que se habían refugiado entre los pliegues de su amante Corazón.

¿Quién podrá decir lo que sufrió María, al ver que el furor de los judíos se ensañaba contra su Hijo divino, hasta el punto de herirlo, después de muerto? Lo dice San Bernardo: “¡Misterios de amor! Jesús ya no estaba allí para sentir el golpe, pero la Madre divina sufrió en su corazón la cruel puñalada”. ¡Se abría, así, un refugio al pecador, en el propio CORAZÓN DE DIOS!

Aquí se hace la petición con gran fe, firme convicción y seguridad en Dios. Siguen unos momentos de silencio, de profunda confianza y serenidad.

ORACIÓN

¡Oh Madre del amor y del dolor! ¡Madre mía, querida! ¡Decidme cuál fue la pena de vuestro corazón al ver al soldado, que no respetando ya el cuerpo muerto de vuestro Hijo, se llega hasta él y le clava, sin compasión, la lanza, hasta abrirle su divino Corazón! También el vuestro, Madre querida, se rasgó con infinito dolor, con pena inmensa, con un torrente de lágrimas. No en vano fueron las palabras proféticas del anciano Simeón: “Y a ti misma, una espada te atravesará el corazón…” (Lc. 2,35).

¡Oh amado Señor de los Milagros! Recibid las incomparables penas de vuestra Santísima Madre en descuento de mis muchos y grandes pecados; y por el amor que le tenéis, guardadme durante mi vida y, sobre todo, en la hora de mi muerte, en esa santísima llaga que abrió la lanza de vuestro benditísimo Corazón. No se contentó vuestro amor con que fueran rasgadas vuestras espaldas con los azotes, taladradas vuestras sienes con las espinas, traspasados vuestros pies y vuestras manos con los clavos, amargada vuestra lengua con la hiel y lastimados vuestros oídos con las blasfemias, sino que permitisteis que fuera abierto vuestro costado y herido vuestro corazón para que yo encontrara refugio seguro.

¡Oh amadísimo Redentor mío crucificado!, ¿con qué os pagaré tanto amor? ¡Herid, Señor, mi corazón con llagas de amor y de dolor para que os ame tanto que pueda morir de amor y compasión por Vos!

Y Vos, ¡Madre mía dulcísima!, ¡Nueva Eva! ¡Madre de la Divina Gracia! ¡Concededme la gracia de ser un verdadero hijo de vuestros dolores, llore mis pecados, causa de los tormentos de vuestro Hijo y de vuestra inmensa amargura, y os dé el consuelo de una vida santa y una muerte dichosa entre vuestros brazos maternales! Alcanzadme también el favor que vengo a pediros en esta novena para la gloria de mi dulce Señor de los Milagros y también vuestra, ¡Oh María, dulce Madre mía!

AMÉN.

Siguen los gozos, la oración final para todos los días, oración al Señor de los Milagros y se concluye con la Santa bendición.

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